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Lima, una experiencia agridulce en la ciudad nublada.

Lima es esa ciudad de paso a la que de forma inevitable han de llegar todos los turistas que eligen Perú como destino de vacaciones. Lo más habitual es aterrizar en la capital y pasar algún día, o incluso sólo unas horas, antes de emprender un tour más o menos largo que incluya diferentes paradas y, como no puede ser de otro modo, que acabe con la obligada visita a Machu Pichu. 

A priori, es una ciudad sin más importancia que la de servir de conexión entre Perú y el resto de países del mundo. Sin embargo, en mi caso particular, esta ciudad "de paso" se ha convertido en un lugar de lo más especial, tal y como explico más adelante. Considero que ya ha pasado un tiempo prudencial para poder hablar de todo lo vivido allí y, además, quiero hacerlo. Me lo debo. Y voy a contarlo todo desde el principio, así que abróchense los cinturones porque el viaje va a comenzar...

Aterricé en Lima un 11 de septiembre de 2023, tras un vuelo nocturno de doce horas en el que no había pegado ojo. La emoción de viajar a un lugar tan lejano había alterado por completo mi patrón de sueño. Mi primer recuerdo del viaje empieza justo ahí, en el mismo momento en que la rueda del avión tocaba la pista de aterrizaje del aeropuerto internacional de Lima. Era una realidad, acababa de comenzar uno de mis sueños viajeros más deseados. Antes de abandonar la cabina del avión eché un primer vistazo a través de la ventanilla y recuerdo que me llamó la atención una especie de niebla blanquecina que lo impregnaba todo alrededor. Era de madrugada y, con toda seguridad, tendría una mejor visión de la ciudad despejada al amanecer. Ilusa... Ahí todavía no podía hacerme una idea de lo que me esperaba unas semanas más tarde, pero sí tuve la sensación de que aquel viaje iba a ser una experiencia muy intensa. No me equivocaba.

El trayecto en taxi hasta el alojamiento me permitió hacerme una idea de las grandes dimensiones de la ciudad, con más de once millones de habitantes es una de las más pobladas de América Latina. Después de varios kilómetros llegamos al distrito de Miraflores, lugar elegido por la mayoría de turistas extranjeros para alojarse. Es uno de los barrios que ofrece mayores garantías de seguridad y, en una capital considerada de las más peligrosas del mundo, esto era algo a tener en cuenta. Nuestro hotel estaba bien situado, era económico y contaba con todo lo básico para pasar una noche. No necesitábamos más. 

El día amanecía nublado y, tras realizar el check in y tomar un buen desayuno, estábamos listos para echarnos a la calle y ver todo lo que nos diera tiempo en las 24 horas que íbamos a estar por la capital. El plan era pasar en Lima un día a la llegada y otro más a la vuelta, antes de tomar el vuelo de regreso a España. Las casi tres semanas que había en medio estaban destinadas a recorrer gran parte del país y conocer algunos de sus puntos claves. Muchos planes por delante en Perú y ni uno sólo en su capital, más allá de descansar antes de la aventura y realizar algunas gestiones administrativas. 

El día no tenía pinta de que fuera a despejarse, incluso nos cayeron algunas gotas de agua aquella mañana nublada. Una de las primeras curiosidades que recuerdo fue toparnos por casualidad con una exposición fotográfica en un parque, en la que las protagonistas eran unas imágenes de gran tamaño que correspondían a distintas regiones de Finlandia. Un panel explicaba que ambos países mantenían relaciones diplomáticas desde hacía sesenta años. Pero, ¿esto qué es? ¿Un hermanamiento entre un país nórdico europeo y un país latinoamericano? Suena algo inverosímil y, en nuestro caso, era bastante llamativo teniendo en cuenta que justo el año anterior habíamos realizado un viaje a aquel país, tan distante en esos momentos. 

Aprovechamos la mañana para comprar la tarjeta telefónica, necesaria para dar señales de vida a nuestras familias, y realizar el cambio de moneda, de euros a soles, para tener suficiente efectivo a lo largo de todo el viaje. Íbamos a realizar trekkings y a pernoctar en aldeas perdidas de la mano del señor, por lo que éste era un paso crucial. Una vez terminadas las obligaciones nos fuimos a caminar por ahí y llegamos al paseo marítimo de Miraflores, donde disfrutamos de las impresionantes vistas al océano Pacífico.

A lo largo del malecón nos encontramos distintos miradores desde los que se podían contemplar los altos edificios de la ciudad sobre enormes acantilados. Uno de los puntos más visitados de esta zona es el Parque del Amor, un bonito jardín con vistas al mar, decorado con esculturas y frases románticas de poetas del mundo. Ideal para dar un tranquilo paseo antes de comer. 

La gastronomía peruana merece un capítulo aparte y todo lo que explique aquí se quedará muy corto para describir el intenso sabor de sus platos. A lo largo del viaje iríamos probando diferentes delicias propias de cada región, pero estaba claro que el primer día empezaríamos por dos de sus platos fuertes: el famoso ceviche de pescado, con ají y cilantro, y la causa limeña, uno de los platos más típicos de la capital. Todo acompañado del popular pisco sour, que no falte... Este potente cóctel fue el que de verdad nos dio la bienvenida a Perú.

La siesta de esa tarde no tuvo nombre... Había que recuperar horas de sueño, aunque con el jet lag todo es un caos. Por la noche dimos un pequeño paseo por Larcomar, un centro comercial muy popular en Miraflores, con cines y restaurantes, que está construido sobre uno de los acantilados que se asoman al mar.   

Al amanecer del día siguiente pusimos rumbo hacia la costa sur del país, para recorrer durante unos diecisiete días sus pueblos y lugares más emblemáticos: la Reserva Natural de Paracas, el desierto y oasis de Huacachina, las líneas de Nazca, la ciudad blanca de Arequipa, el cañón del Colca, Puno, el lago Titicaca, Cuzco, el Valle Sagrado de los Incas, el camino de Salkantay, Aguascalientes y, por supuesto, Machu Pichu. Fue una experiencia maravillosa que espero ir relatando poco a poco en este blog. Pero ahora volvamos de nuevo a Lima, el punto de inicio y finalización de nuestro road trip peruano, donde sólo pensábamos estar una noche más antes de volar hacia Madrid. 

Ese "último" día de viaje amanecimos en Cuzco, la capital del Imperio Inca, donde nos esperaba un vuelo interno de regreso a Lima, de una hora de duración. Tocaba despedirse de la aventura y mentalizarse de la vuelta a la rutina, aunque lo hacíamos con una maleta cargada de nuevas impresiones. Aquella mañana el aeropuerto de Cuzco estaba muy animado, un pasacalles de trajes típicos y música tradicional animaba a los viajeros a bailar para festejar el día internacional del turismo. A pesar del cansancio lógico por la paliza de viaje, yo me sentía pletórica por todo lo vivido, así que me animé a echar un bailecito mientras esperaba para embarcar, dejándome llevar por el ritmo de aquella peculiar comitiva. 



A media mañana el avión aterrizó sin incidencias en la capital y nos trasladamos al que sería nuestro último alojamiento, que consistía en otra sencilla habitación en el barrio de Miraflores. Tras dejar el equipaje en el hotel nos fuimos a almorzar a un restaurante cercano, Lobo de Mar, en el que de nuevo comimos de maravilla. Saboreé cada plato a conciencia, pensando que ya no volvería a degustar nunca más el auténtico ceviche peruano.


Habíamos dejado la tarde libre a cosa hecha, para descansar de cara al largo vuelo que nos esperaba al día siguiente hasta España. Un poco de relax después de tanto ajetreo y, tal vez, un último paseo al atardecer por el malecón, a modo de despedida. Concluía aquí nuestra fugaz visita a Lima. O eso creíamos. 

Nos dispusimos a echar una buena siesta y, de repente, estando acostada en la cama, tuve la extraña sensación de que algo en mi interior no iba bien. Empecé a advertir un ligero malestar físico que,  a medida que transcurría el tiempo, iba in crescendo. En primer lugar noté un leve mareo, seguido de una súbita sensación de calor agobiante. Ésa fue la primera señal de alerta que me impidió quedarme dormida, aunque tampoco le di mayor importancia, pensando que después de un rato tumbada se me pasaría. Traté de relajarme haciendo respiraciones profundas pero, lejos de desaparecer, aquellas molestias fueron a más. Ahí comenzaba un dolor de cabeza que, muy a mi pesar, duraría meses. El cambio brusco de temperatura también fue algo llamativo, pasé de tener mucho calor a estar congelada en un abrir y cerrar de ojos y, al tocar mi frente, me di cuenta que estaba empapada por una especie de sudor frío. Percibí también cierta rigidez en la parte posterior del cuello y pensé que se me había quedado algún nervio "pillado". Es curioso cómo funciona la mente en su intento de buscar una explicación lógica a una situación tan insólita, es capaz de inventar cualquier disparate. Recuerdo que no sabía cómo ponerme en la cama y trataba de buscar todo el tiempo una postura en la que estuviera más cómoda. Fue imposible. Mi pareja, que se encontraba durmiendo a mi lado, empezó a percatarse de mi estado, pero yo me veía incapaz de explicarle con exactitud lo que estaba pasando, tan sólo atiné a pedirle una manta para paliar el frío que me invadía. Hacía justo un momento estaba fenomenal y de golpe y porrazo me puse mala sin causa aparente, ni un golpe, ni esfuerzo, ni caída que justificara aquella sintomatología. ¿Me habría sentado mal algo del almuerzo? Eso fue lo primero que pensé cuando, acto seguido, empezaron unas terribles náuseas. Sin embargo, lo descartamos rápido ya que habíamos comido lo mismo y era yo la única que estaba mala. Mi estado empeoraba por momentos, por lo que no nos quedó más remedio que pedir ayuda. La recepcionista del hotel, una mujer mayor que decía tener conocimientos de chamanismo, intentó, con la mejor de las intenciones, aliviarme con un masaje en la espalda, pero lo único que consiguió fue generarme más dolor. En ese momento empecé a vomitar como si no hubiera un mañana y la intuición me dijo que aquello era más grave de la cuenta. No quedó otra opción que llamar a nuestro seguro de viajes, el cual nunca habíamos tenido que usar hasta ahora y, rápidamente, nos indicaron por teléfono el hospital al que debíamos dirigirnos. No sé cuánto tiempo pasó desde la aparición del primer síntoma hasta que decidimos ir a un hospital, pero me alegro de haberlo hecho porque estaba claro que sola no iba a mejorar. 

Nunca olvidaré ese camino en taxi al hospital, el peor de mi vida. Cada parada y cada nuevo arranque del coche se convertían para mí en un suplicio interminable. A través de la ventanilla pude observar que se iba haciendo de noche y las luces de los coches  se mezclaban entre sí creando una masa homogénea. Supongo que fruto del dolor y del mareo la realidad empezaba a distorsionarse, ahí sentí por primera vez que me estaba muriendo. Llegué a urgencias a punto de desmayarme y, cuando uno de los guardas de seguridad me vio, acudió corriendo hacia mí con una silla de ruedas, mientras yo no paraba de vomitar. Al explicar mi cuadro varios médicos comenzaron a realizarme pruebas y, tras unos minutos, uno de ellos se acercó con un semblante serio para darme el contundente diagnóstico: tenía una hemorragia subaracnoidea. ¿Cómo? Pues eso, que estaba sufriendo un derrame cerebral. Ahí tenía mi explicación lógica a tanto malestar repentino. No entendía nada, me quedé en shock, incapaz de moverme. Los médicos me explicaron que esa misma noche debían intervenirme y después tendría que quedarme ingresada un tiempo. Yo, totalmente incrédula, les dije que no podía quedarme porque a la mañana siguiente debía tomar mi vuelo de regreso a España, pero ellos, muy amablemente, insistían en que no iba a ir a ninguna parte. Miré de reojo a mi pareja que, con la cara blanca, parecía tan perplejo como yo. Por la preocupación de los médicos sabía que la cosa iba en serio y, de repente, mi vida se paró en seco. 

Mientras me pinchaban medicamentos en vena y me explicaban con todo detalle el procedimiento a seguir, tuve la sensación de que las paredes de la sala de urgencias se desintegraban, abriéndose ante mí un espacio en blanco, un abismo vacío y solitario. Por primera vez me planteé la posibilidad de que aquella podía ser mi última noche en la Tierra y, durante unos instantes, un miedo desconocido se apoderó de mí. ¿Y si había llegado ya la hora de partir? En ese momento empezaron a venir a mi memoria toda clase de recuerdos importantes de cada época de mi vida, donde las personas y las relaciones significativas eran las protagonistas absolutas. Ni por asomo pensé en mi casa, en mi dinero o en el resto de bienes materiales, eso no era relevante. Llegar al final de mi vida física, tal y como la conocía, era de pronto una posibilidad real que me hizo darme cuenta de lo que importa y de lo que no. 

Aquella madrugada entré en quirófano sin saber si saldría. Me despedí de todo por si acaso no volvía y solté el control, pues comprendí que nada dependía de mí. Me dije a mí misma que aún no estaba preparada para irme pero, si realmente había llegado mi momento, me sentía de verdad muy agradecida por todo lo vivido hasta ahí. Antes de quedarme traspuesta por el efecto de la anestesia, mientras el equipo médico me inmovilizaba para la operación, me percaté de que de fondo sonaba en la radio de la sala la canción Live is life de Opus. Era la prueba irrefutable de que la Vida estaba de mi parte y no pude contener las lágrimas. 

Desperté unas horas más tarde con buenas noticias del neurocirujano, todo había salido bien y ahora empezaba una ardua recuperación. Pasé varios días en la planta de cuidados intensivos de la clínica Angloamericana de Lima, monitorizada y atendida en todo momento por un equipo médico de bandera. Desde aquí quisiera aprovechar para agradecer su gran profesionalidad, compromiso, cercanía y humanidad. Pese a estar muy jodida no me sentí sola en ningún momento. Desde el neurólogo jefe (o tutor como lo llaman allí), hasta la mujer que cada día entraba a mi habitación para cambiar la bolsa de la papelera, pasando por enfermeros, celadores, nutricionistas, etc. Personas desconocidas que se volcaron en ayudarme, todas ellas fueron piezas claves en el puzle de mi recuperación, así que gracias de corazón. 💓

Mi experiencia hospitalaria fue un viaje interior muy profundo. Inmóvil y abatida aún no podía creerme lo que acababa de pasar, tan sólo hacía un par de días que había realizado un trekking de cinco etapas por montañas y selvas, en plena cordillera de los Andes, alcanzando los cinco mil metros de altitud... Y ahora me veía postrada en una cama, sufriendo intensos dolores, hecha polvo y muerta de miedo. Pasé por todos los estados emocionales posibles, desde la euforia más absoluta por estar viva a una rabia contenida, derivada de la falta de comprensión y aceptación de la realidad. A ratos me repetía que saldría de ésta y a ratos aparecía el mayor de los desalientos. Mi situación de salud era delicada y nadie podía asegurarme qué sería de mi vida de ahora en adelante. Sin embargo, seguía teniendo muchísimas ganas de continuar experimentando lo que llamamos Vida. Y eso me dio fuerzas. El amor infinito de mi pareja, que estuvo a mi lado en todo momento, cuidándome y resolviendo tantísimas gestiones, fue algo decisivo. Y, por supuesto, todo el cariño recibido desde la otra orilla del charco, por parte de familiares y amigos, hicieron el resto. Cada una de las llamadas y mensajes recibidos fueron muy importantes para mí...

Abandoné el hospital en silla de ruedas, siendo ése mi nuevo medio de transporte durante unos cuantos días, ya que tenía una movilidad reducida debido al espantoso dolor de cabeza y espalda. Durante varias semanas estuvimos alojados en un hotel con habitación adaptada, no había otra opción ya que por normativa aérea no me permitían volar con ese cuadro clínico. Un tiempo de espera en el que tuve que guardar reposo, tomar mucha mediación y volver a pasar por quirófano para una segunda intervención programada, en la cual revisaron cada una de mis arterias cerebrales. Afortunadamente todo volvió a salir bien, no sólo me salvé sino que, milagrosamente, no me quedaron secuelas físicas y/o cognitivas. Aunque, desde luego, en mi mundo interno algo cambió para siempre. Ahora veía la vida de otra forma, las cosas más insignificantes empezaron a cobrar un valor incalculable. Poder moverme por mi propio pie, alimentarme o asearme yo sola eran mis logros diarios. Recuerdo aquel momento en que por fin pude levantarme de la silla de ruedas y empezar a caminar despacio, fue sencillamente apoteósico.  

Y el día que conseguí comer por primera vez en un bar y permanecer un rato sentada sin rabiar de dolor, también lo fue. Puedo decir que en Lima pasé los peores momentos de mi vida, pero también los mejores.

Viví en la más absoluta incertidumbre durante varias semanas, sin saber cuando podría volver a casa. Sin embargo, me había dado cuenta que discutir con la realidad me generaba un mayor sufrimiento, así que decidí trabajar en la aceptación y todo empezó a fluir. ¿Qué otra cosa podía hacer? Esto es lo que había, me tocó vivir esta experiencia a mí porque así tenía que ser. Si esto me hubiera sucedido unos días antes en las montañas, estando en mitad de la nada, o un día después, ya montada en el avión sobrevolando durante doce horas el océano Atlántico... Tal vez ahora no lo estaría contando, por eso creo que todo lo ocurrido fue lo correcto y perfecto. Y doy gracias.

Permanecimos en Lima tres semanas más de lo previsto y, gracias al seguro de viajes IATI (que conste que no me patrocinan), estuvimos bien asistidos en todos los gastos médicos, que no fueron pocos, así como en la factura de hotel y posterior repatriación en avión. Ahora sí tuvimos tiempo suficiente para conocer la capital peruana, convertida por cosas del destino en mi segunda ciudad natal. Dentro de lo que mi situación me permitía nos dedicamos a explorar lo que teníamos cerca y a dar interminables paseos junto al mar, el cual lucía más radiante que nunca. 





Día tras día, el cielo seguía estando nublado, pero no importaba porque la temperatura era agradable y la vida simplemente maravillosa. Al final del malecón descubrimos un curioso jardín chino, creado en homenaje a todos los inmigrantes procedentes de aquel país que, a lo largo del siglo XIX, se fueron estableciendo en Perú.




Hubo tiempo de muchas reflexiones y, dentro de mi nueva normalidad, también tuve momentos de disfrute. Si algo bueno tenía eso de estar "atrapada" en Perú era poder seguir saboreando su rica gastronomía, combinada ahora con refrescantes limonadas caseras en vez de piscos sours. Descubrimos muchos bares locales, donde comimos de lujo por muy poco dinero, y conocimos a gente de lo más amable que, una y otra vez, me hicieron sentir como en casa siendo completos desconocidos.




Algunas tardes nos acercamos al Parque Kennedy, en el barrio de Miraflores, más conocido como el parque de los gatos. Al parecer hace muchos años el lugar estaba infectado de roedores, por lo que la solución más "lógica" fue que los vecinos dejaran allí sus gatos y en cuestión de un tiempo todo resuelto. Los felinos acabaron tomando el parque como su hogar y se hicieron con el respeto de los ciudadanos, tanto que a día de hoy están protegidos y mimados al máximo. Los turistas y vecinos se acercan cada día a este santuario gatuno para acariciar durante un buen rato a estos bellos seres. Nosotros estábamos más sensibles de lo habitual, por lo que aquellas tardes de <<gatoterapia>> nos dieron la vida.

Mención aparte merece el turístico distrito de Barranco, un barrio tan colorido como indispensable en una visita a la capital. Por cuestión de logística no pudimos visitarlo el primer día, pero ahora que teníamos todo el tiempo del mundo no podíamos dejarlo escapar. Y qué gustazo fue recrearse entre sus casas coloniales y sus calles repletas de arte urbano. 








Recuerdo este día como el más feliz de todos los que pasé en Lima. De nuevo volvía a ser yo, renovada e ilusionada por volver a las andadas. Parecía como si la Vida me hablase en cada esquina y me diera el OK a todo.  










Aún nos quedaba un último rincón por descubrir en una de las zonas más céntricas de la ciudad. Se trata de Huaca Pucllana, un antiguo yacimiento arqueológico construido por la cultura Lima en los años 200-700 d.C. Este recinto, constituido por plazas, patios y una pirámide de adobe y arena, tuvo una función de centro ceremonial, hallándose en él ofrendas y enterramientos muy singulares. Empezó a ser investigado hace sólo cuarenta años y hoy en día cuenta con una sala de exposiciones y un circuito de visitas guiadas muy interesante.  










Siguió estando nublado cada día hasta el 22 de octubre de 2023, fecha en que me despedí para siempre de una ciudad que me acogió y cuidó cuando más lo necesitaba. Volver a la rutina no fue fácil, necesité mucha paciencia, revisiones médicas y cuatro meses de baja laboral, en los que el dolor y la incertidumbre formaron parte de mi vida cotidiana. Hoy, justo un año después de padecer este percance, puedo decir que estoy totalmente recuperada y, aunque el temor a hacer determinadas actividades no me ha abandonado del todo, estoy orgullosa de haber recuperado mi vida con más ganas que nunca. Los imprevistos también forman parte de la experiencia viajera y no por ello voy a dejar de hacer lo que tanto disfruto. Viajar sigue siendo y seguirá siendo una prioridad para mí. De hecho, mientras escribo las últimas líneas de esta entrada me encuentro de vacaciones por Eslovenia y el norte de Italia, pero ésa será otra historia que ya contaré a su debido momento. Ahora, mientras reviso los acontecimientos de hace un año, puedo asegurar que este suceso no enturbia para nada los buenos recuerdos que guardo de este gran país. Y lo seguiré recomendado. 

¡Hasta siempre Perú!



 

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